Yorba Linda, California. Como muchos de los episodios que caracterizaron su carrera política, la vida de Richard Milhous Nixon culminó con un hecho irónico: el presidente de Estados Unidos que hizo notable a su gobierno por el protagonismo en política internacional, no quiso que sus restos fueran sepultados en el centro del poder político estadounidense, Washington, sino en el pequeño pueblo donde nació, al sur de California.
A solo 20 metros de la diminuta casa que construyó su padre, Francis Anthony Nixon, sobre el terreno donde a principios de siglo hubo una huerta de cítricos, fueron depositados este 28 de abril de 1994 los restos del trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos, fallecido cuatro días atrás, a los 81 años, en Nueva York, a consecuencia de un derrame cerebral.
En la localidad suburbana de Yorba Linda, hubo asueto obligatorio. Las banderas, como en todo el país, estaban a media asta. Los lugareños miraban azorados el intenso movimiento de transportes militares y vehículos acondicionados con equipos de transmisiones vía satélite.
Cumpliendo con uno de los rituales del Estado norteamericano, el ejército rindió honores al exmandatario, en un acto que no ocurría desde la muerte de Lyndon B. Johnson, su inmediato predecesor, en 1973. Una banda ejecutó marchas militares que invocan un espíritu triunfal: “Victoria en el océano”, el “Himno de batalla de la República”. Imperial Route, una carretera que cruza el centro de este pueblo conurbado a Los Ángeles, se llenó de limusinas y de individuos vestidos de negro. En una región regularmente soleada todo el año, el cielo estuvo cubierto de nubarrones grises.
Cerca de 500 invitados llegaron a la última cita con uno de los políticos estadounidenses más controvertidos de la segunda mitad del siglo XX, el personaje central del Caso Watergate; el único estadounidense elegido dos veces como vicepresidente y dos como presidente; el primer y único mandatario de esta nación que renuncia a su cargo; el estadista que se enfrentó a la crisis de Vietnam y que lanzó las últimas ofensivas guerreras antes de optar por la paz que le hizo ganar las elecciones en 1972, reeligiéndose; el presidente que abrió las relaciones comerciales con China y que inició los acuerdos de reducción de armas con la extinta Unión Soviética.
El féretro de ese hombre que en su juventud formó parte de las tropas estadounidenses enviadas a la Segunda Guerra Mundial, cubierto por la bandera de Estados Unidos, estuvo por última vez ante los ojos de conspicuos representantes de la clase política, mayoritariamente del ala republicana y conservadora. Pero como reflejo de la peculiar forma de convivencia política en este país, aquí también estuvieron los políticos de la oposición demócrata, incluidos los que protestaron contra la Guerra de Vietnam y hasta los que la evadieron, como el presidente William Jefferson Clinton.
Hubo aquí en los jardines del conjunto cívico Richard Nixon Library and Birth Site, la oportunidad de hacer un retrato de los círculos del poder en Estados Unidos. Los Clinton, Bush, Reagan, Carter. Los Baker, Haig, Quayle, Agnew. Y desde luego, los que sobreviven a Nixon, su hija Julie de Eisenhower, y Patricia de Cox, cuya boda se realizó en 1971 en los jardines de la Casa Blanca (y donde el hermano de Hillary Rodham de Clinton desposaría en 1994 a la hija de la senadora por California, Barbara Boxer), todos miembros de la élite política estadounidense, enlazados en matrimonios prósperos.
Los símbolos y formalismos sociales saltaban a la vista. Los expresidentes -salvo Carter- llegaron a los funerales de la mano de sus esposas. En los rostros no había sonrisas; los discursos fueron leídos en voz y ritmo lúgubres. En ningún momento hubo aplausos. Desde el principio fue evidente que este sepelio no solo habría de ser interpretado por medio de la palabra, sino también por los signos de la comunicación no verbal, un funeral en el que la edad avanzada de los invitados y la ausencia de gente de raza negra mostraban de alguna manera los tiempos a los que perteneció Nixon.
Cuando comenzó la ceremonia, apareció otra señal que indicaba los nexos de Nixon con “las cosas terrenales”. El reverendo William (“Billy”) Graham se presentó en el pódium a dar la bienvenida a los invitados, a nombre de la familia. Así fue. El consejero religioso de los Nixon es el ministro del culto evangélico que se hizo popular en Estados Unidos por su incesante presencia en los medios de información, por medio de columnas en los periódicos, en audiciones de radio, en programas de televisión (que incluso se distribuyen en decenas de países, en inglés y con traducción simultánea).
Para muchas de las familias que conforman los círculos del poder desde que Estados Unidos comenzó a existir -desde que los padres fundadores acudían a orar al templo de Old South Boston-, los consejeros religiosos han jugado un papel relevante en sus vidas privadas.
A la hora de los discursos y las dedicatorias, quien mejor que Henry Kissinger para hablar sobre las virtudes políticas de Nixon en política internacional. Su objetivo, dijo el ex secretario de Estado, no fue imponer el dominio estadounidense, sino establecer su liderazgo.
Kissinger, como el senador Robert Dole y el gobernador de California, Pete Wilson, exaltaron el interés de Nixon por la paz, pero dejaron pasar de largo aspectos que el mismo Nixon describió en su libro La verdadera guerra, donde el ex mandatario sugirió que se evitara la “americanización” de conflictos como el de Vietnam, donde llegó a haber medio millón de soldados estadounidenses.
“En el corazón de la Doctrina Nixon está la premisa de que los países amenazados por la agresión comunista deban tomar responsabilidad primaria para su propia defensa”, escribió Nixon en 1980, aludiendo a sus propias decisiones y acciones y dictando la ruta que Estados Unidos seguiría en Sudamérica y América Central.
Ninguno de los oradores hizo alusión a Watergate. Pero el marco en el que se realizó la ceremonia era suficiente para tener presente ese episodio de la vida pública de Nixon. En la biblioteca que lleva su nombre hay decenas de cintas que guardan cuatro mil horas de conversaciones del expresidente, incluidas las que permitieron a sus enemigos provocar el escándalo de espionaje político conocido como Watergate.
Otra ironía de su vida, Nixon -lo señala un cartel en las salas de acceso público donde se encuentran las grabaciones- quiso que todas sus conversaciones oficiales en la Casa Blanca y en la residencia de descanso de Camp David, quedaran plenamente registradas. Su objetivo: quedar abierto al juicio de la historia.
Texto: Guillermo G. Espinosa
Publicado originalmente el 28 de abril de 1994 en el diario Excélsior de la Ciudad de México.